Durante el desarrollo de “La Cuarta
Premisa” (http://ciudadanostransformandoamexico.blogspot.mx/2015/03/cuarta-premisa-la-corrupcion-como-el.html), hemos expuesto la terrible realidad que implica el estado de
normalidad que la corrupción tiene en nuestra sociedad. Definimos a esta como: “el
abuso del poder en la esfera pública, para el beneficio en lo privado”,
en “una
perniciosa relación bilateral”, donde corrupto y corrompido siempre
actúan en pos de un beneficio que no podría lograrse por otro camino.
La visión tradicional que por años hemos
compartido sobre la cultura de la corrupción es que esta es tan añeja y tan extensa, como la humanidad misma. Su origen como
práctica viciosa de las sociedades se pierde en el tiempo y su extensión global
abarca, en grados bien diferenciados, a todas las naciones del mundo.
Vista así, la corrupción “le pertenece” por
definición a la condición humana. Esta
visión es condenatoria y nos coloca, a los ciudadanos, como víctimas de una
realidad cuyo principio es inexpugnable. De la misma
forma, la corrupción por su arraigo, luce como imposible de erradicar y más
bien, como ciudadanos, Nosotros deberíamos preocuparnos, más que por
eliminarla, por decidir las formas y modos para sobrevivir como damnificados permanentes de los corruptos.
Como consecuencia de todo lo arriba escrito, la corrupción se plantea
como la “causa de todos los males” y desmantela, de antemano, cualquier
esfuerzo por atacarla y abatirla. Una triste postura. Una condena fatal.
Si deseamos aniquilar a este arcaico y descomunal “monstruo de mil
cabezas”, el punto de partida es no aceptar esta certeza y renunciar al
arquetipo tradicional que ubica a la corrupción como una causa, origen de
muchos males, ante los cuales, los
Ciudadanos aparecemos damnificados y desvalidos.
La primer regla para resolver un problema es enfocarle de una manera que
nos permita advertir las oportunidades que, de manera convencional no alcanzan
a ser visibles. Luego entonces, habría que replantear el postulado sobre el
“origen” y mecánica de la corrupción.
En este punto y ante la inminente necesidad de permutar los supuestos
acerca de la génesis, proponemos que la
corrupción no es una causa inexorable, sino más bien, la consecuencia de algo
que, por sus formas y magnitudes, no lo parece. El poder de la corrupción radica de una manera importante, en su
facilidad para mimetizarse y mestizarse. La corrupción como práctica, infiltra
primero e impregna después, la inmensa mayoría de las esferas y ambientes del
quehacer humano.
De manera complementaria, todo acto de corrupción tiene siempre al menos
dos protagonistas beneficiarios, de la misma forma que es la manifestación de
un abuso en los terrenos comunitarios para satisfacer una necesidad individual.
Si aceptamos como cierto lo descrito en el párrafo anterior, todo acto individual por insignificante que
parezca, que atenta contra un derecho común es, por definición un ingrediente
cardinal de la corrupción.
Dicho en otras palabras, la
corrupción es el efecto acumulativo de una serie de eventos poco conspicuos, en
los que los individuos atentan contra los derechos comunitarios. El
funcionario público, el empresario, el líder sindical o cualesquier personaje
público que actúa corruptamente, lo hace cobijado por el cúmulo incontable de
conductas arbitrarias e ignominiosas que se suceden todos los días, en
cualquier nivel y latitud de la sociedad.
Desde esta perspectiva alterna, el
alimento de la corrupción que inunda nuestra realidad cotidiana, permanece en
la elevada suma de eventos donde los ciudadanos desatendemos las más
elementales y variadas normas y principios de orden, que orientan nuestras
relaciones, entre individuos y hacia el todo. Esa es una realidad y a la
vez una mala noticia. Lo es porque, muy probablemente (y muy com-probablemente)
quien comete actos de corrupción a gran escala, lo hace bajo los auspicios de la
opacidad que producen la acumulación de actos, aparentemente insignificantes,
de desapego a las más elementales normas de convivencia ciudadana, de parte de los miembros de la sociedad.
Esta forma de
apreciar a la corrupción, de ninguna
manera exime de responsabilidad ni otorga impunidad a quien la comete. No
es una forma de justificación ni un paliativo por su abyección.
Como decimos, esa es una realidad y a la vez una mala noticia. La buena
noticia es que, vista a la corrupción de esta forma, como una consecuencia y no
como una causa, nos libera a los
ciudadanos de una condena que, en el enfoque tradicional no tiene remedio y
solamente nos ubica como víctimas pasivas de una fuerza incontrolable, movida
por voluntades invisibles.
Ver de esta forma a la corrupción pone las cosas en otro lugar; cambia la
correlación de pesos y contrapesos. Ver a la corrupción como consecuencia y no
como causa, pone el centro de gravedad de este fenómeno en la ciudadanía (así
como también a su abatimiento) y no necesariamente solamente en la ignominia de
una deplorable “clase política”.
Pero también, concebir de esta
forma a la corrupción permite a la ciudadanía un empoderamiento para acabar con
esta cultura milenaria.
Un empoderamiento que da sentido
al liderazgo de la ciudadanía y su participación.