jueves, 19 de marzo de 2015

La Sexta Premisa: la cultura de la corrupción ¿causa o consecuencia?



Durante el desarrollo de “La Cuarta Premisa” (http://ciudadanostransformandoamexico.blogspot.mx/2015/03/cuarta-premisa-la-corrupcion-como-el.html), hemos expuesto la terrible realidad que implica el estado de normalidad que la corrupción tiene en nuestra sociedad. Definimos a esta como: “el abuso del poder en la esfera pública, para el beneficio en lo privado”, en “una perniciosa relación bilateral”, donde corrupto y corrompido siempre actúan en pos de un beneficio que no podría lograrse por otro camino.
La visión tradicional que por años hemos compartido sobre la cultura de la corrupción es que esta es tan añeja y tan extensa, como la humanidad misma. Su origen como práctica viciosa de las sociedades se pierde en el tiempo y su extensión global abarca, en grados bien diferenciados, a todas las naciones del mundo.
Vista así, la corrupción “le pertenece” por definición a la condición humana. Esta visión es condenatoria y nos coloca, a los ciudadanos, como víctimas de una realidad cuyo principio es inexpugnable. De la misma forma, la corrupción por su arraigo, luce como imposible de erradicar y más bien, como ciudadanos, Nosotros deberíamos preocuparnos, más que por eliminarla, por decidir las formas y modos para sobrevivir como damnificados permanentes de los corruptos.
Como consecuencia de todo lo arriba escrito, la corrupción se plantea como la “causa de todos los males” y desmantela, de antemano, cualquier esfuerzo por atacarla y abatirla. Una triste postura. Una condena fatal.
Si deseamos aniquilar a este arcaico y descomunal “monstruo de mil cabezas”, el punto de partida es no aceptar esta certeza y renunciar al arquetipo tradicional que ubica a la corrupción como una causa, origen de muchos males, ante los cuales, los Ciudadanos aparecemos damnificados y desvalidos.
La primer regla para resolver un problema es enfocarle de una manera que nos permita advertir las oportunidades que, de manera convencional no alcanzan a ser visibles. Luego entonces, habría que replantear el postulado sobre el “origen” y mecánica de la corrupción.
En este punto y ante la inminente necesidad de permutar los supuestos acerca de la génesis, proponemos que la corrupción no es una causa inexorable, sino más bien, la consecuencia de algo que, por sus formas y magnitudes, no lo parece. El poder de la corrupción radica de una manera importante, en su facilidad para mimetizarse y mestizarse. La corrupción como práctica, infiltra primero e impregna después, la inmensa mayoría de las esferas y ambientes del quehacer humano.
De manera complementaria, todo acto de corrupción tiene siempre al menos dos protagonistas beneficiarios, de la misma forma que es la manifestación de un abuso en los terrenos comunitarios para satisfacer una necesidad individual. Si aceptamos como cierto lo descrito en el párrafo anterior, todo acto individual por insignificante que parezca, que atenta contra un derecho común es, por definición un ingrediente cardinal de la corrupción.
Dicho en otras palabras, la corrupción es el efecto acumulativo de una serie de eventos poco conspicuos, en los que los individuos atentan contra los derechos comunitarios. El funcionario público, el empresario, el líder sindical o cualesquier personaje público que actúa corruptamente, lo hace cobijado por el cúmulo incontable de conductas arbitrarias e ignominiosas que se suceden todos los días, en cualquier nivel y latitud de la sociedad.
Desde esta perspectiva alterna, el alimento de la corrupción que inunda nuestra realidad cotidiana, permanece en la elevada suma de eventos donde los ciudadanos desatendemos las más elementales y variadas normas y principios de orden, que orientan nuestras relaciones, entre individuos y hacia el todo. Esa es una realidad y a la vez una mala noticia. Lo es porque, muy probablemente (y muy com-probablemente) quien comete actos de corrupción a gran escala, lo hace bajo los auspicios de la opacidad que producen la acumulación de actos, aparentemente insignificantes, de desapego a las más elementales normas de convivencia ciudadana,  de parte de los miembros de la sociedad.
Esta forma de apreciar a la corrupción, de ninguna manera exime de responsabilidad ni otorga impunidad a quien la comete. No es una forma de justificación ni un paliativo por su abyección.
Como decimos, esa es una realidad y a la vez una mala noticia. La buena noticia es que, vista a la corrupción de esta forma, como una consecuencia y no como una causa, nos libera a los ciudadanos de una condena que, en el enfoque tradicional no tiene remedio y solamente nos ubica como víctimas pasivas de una fuerza incontrolable, movida por voluntades invisibles.
Ver de esta forma a la corrupción pone las cosas en otro lugar; cambia la correlación de pesos y contrapesos. Ver a la corrupción como consecuencia y no como causa, pone el centro de gravedad de este fenómeno en la ciudadanía (así como también a su abatimiento) y no necesariamente solamente en la ignominia de una deplorable “clase política”.
Pero también, concebir de esta forma a la corrupción permite a la ciudadanía un empoderamiento para acabar con esta cultura milenaria
Un empoderamiento que da sentido al liderazgo de la ciudadanía y su participación.

viernes, 13 de marzo de 2015

“La Quinta Premisa”: La impotencia de la participación ciudadana



Si algo ha caracterizado a nuestra sociedad en los últimos 15 años, ha sido el volumen que ha alcanzado la libre manifestación de la inconformidad ciudadana. Desde los albores del foxiato (2000), al inicio de la década anterior, la relación entre la ciudadanía y la clase política, se caracterizó por la ruptura de un incómodo mutismo que duró muchas décadas. Antes de este periodo, lo normal era la disensión silenciosa: se sabía que la ciudadanía no vivía en acuerdo con la clase política, pero el riesgo de hacerlo público implicaba la pérdida de la seguridad. Hasta antes de esta época, la “clase política”, tenía una poderosa arma para minar cualquier manifestación de desacuerdo: la represión.
Durante los 15 años del nuevo siglo, los espacios de manifestación se han hecho más numerosos y más evidentes. Desde la plaza pública, hasta los medios de comunicación opositores, hasta llegar al más íntimo espacio, a través de la relación digital de las “redes sociales”. Hoy día abundan las manifestaciones tumultuarias en las vías públicas en pos de alguna intención de inconformidad ciudadana, en condiciones de total apertura y libertad (y algunas de ellas en medio de un ejercicio de libertinaje). Los medios de comunicación, electrónicos e impresos, dan espacio libremente a las más diversas posturas opositoras a cualquier régimen o acto de gobierno (incluso a algunos evidentemente desinformados, o deliberadamente distorsionados). En este mismo momento y a cualquier hora del día, transitan a través de las redes sociales digitales, toda clase de manifestaciones de desacuerdo e inconformidad ciudadana, desde las más burlescas y grotescas (los memes), hasta las más sesudas, provenientes de posturas serias, analíticas, correctamente informadas y bien intencionadas.
De lo que no hay duda es, que si de algo hay constancia en la relación entre la ciudadanía y la “clase política”, es de la libertad para manifestar el desacuerdo, abierta y sonoramente. Este es un claro logro de la ciudadanía, sobre una oprobiosa “clase política”. Pero de la misma forma, ante tanta comunicación que da la frustrante sensación de que “hay oídos sordos” y una total falta de sensibilidad ante la inconformidad ciudadana, hay incluso ocasiones donde las reacciones de los miembros de la penosa “clase política”, hacen sentir al ciudadano promedio, indiferencia cuando no cinismo, frente a los pesares y malestares del electorado.
Frente a esto, la incógnita que campea entre la opinión pública es si tiene sentido tanta inconformidad manifiesta, sea a través de marchas, mítines, editoriales de crítica o de cadenas de repudio y ridiculización de la actuación de los gobernantes. ¿Realmente tanta libertad y apertura a la crítica y el rechazo ha aportado beneficios y modificado las posturas de los miembros de nuestra vergonzosa “clase política”? El clamor de los ciudadanos por una mayor justicia y efectividad del ejercicio de gobierno ¿se ha traducido en un mejor desempeño o solamente ha arreciado la irritación y la frustración del electorado? Evidentemente, la cantidad y calidad de la manifestación ciudadana no se ha traducido en beneficios tangibles y evidentes para la población.
De lo que no queda duda, es que esto no ha sido por falta de espacios de libre expresión de la inconformidad ciudadana, pues estos crecen día con día y minuto a minuto. Tampoco por que exista una represión generalizada de las opiniones divergentes de la sociedad (baste dar una mirada a cualquier diario o medio de comunicación gráfico cuando suceden marchas y manifestaciones), ni un escrúpulo por ocultar los sentires (a veces en tono altisonante) de quienes mantienen posiciones radicalmente opuestas a las figuras de gobierno, sobre todo en los niveles federales y estatales (lo municipal, sigue cocinándose de manera diferente).
Todo parece indicar que ni tanto clamor, ni tanta manifestación ni tantísima inconformidad manifiesta ha sido una evidencia que hable de la contundencia y efectividad de la protesta y de la “participación ciudadana”.  Paradójicamente, los años recientes donde la participación ciudadana ha crecido de manera palpable, existe entre la ciudadanía en general, la sensación de que la corrupción ha crecido de manera preocupante (“La Cuarta Premisa”).
Luego entonces, el perfil de este tipo de “participación ciudadana” no parece tener la potencia necesaria para transformar el estado de cosas.

De continuar así, los Ciudadanos estamos desperdiciando nuestra energía para hacer que las cosas pasen. Sin embargo, si atendemos a las “Tres Primeras Premisas”, o lo conseguimos nosotros o estamos condenados a seguir en este penoso estado de cosas.

Ese es el drama actual: la “participación ciudadana”, hasta hoy, ha sido impotente para transformar a nuestro País.
 

domingo, 8 de marzo de 2015

La Cuarta Premisa: la corrupción como el estado de normalidad



Uno de los aspectos que hacen más patente el fracaso de la “clase política” (La Primera Premisa) es sin duda, lo concerniente al manejo corrupto del poder que, de manera bastante común, les caracteriza. La sabiduría popular sitúa a la corrupción como una de las formas a través de las cuales los miembros de esta elite pueden crecer y consolidarse: “el que no transa no avanza”. Incluso, en la búsqueda de la redención incongruente que sostiene la “Segunda Premisa”, se acepta explícitamente la existencia de la corrupción, siempre y cuando esta se pueda conjugar con el cumplimiento del deber público: “Lo penoso no es robar, sino que te cachen” . Como dijo no hace mucho el Alcalde de San Blas, Nayarit a sus votantes: “Si he robado, pero namas (sic) poquito… con una mano robaba y con la otra se los entregaba a los pobres…” En tales condiciones la corrupción parece aceptable, normal, muestra de una inteligencia superior y hasta en cierto grado sana.
Para entender a la corrupción en sus justas dimensiones es preciso partir de una definición útil. El Banco Mundial ha propuesto una enunciación simple pero práctica, que pueda ser fácilmente utilizada y comprendida en cualquier parte del planeta: “Es el abuso del poder en la esfera pública, para el beneficio en lo privado”. Una sencilla definición que abarca bien y de forma clara lo que es esta tan frecuente práctica, tanto en México, como en el resto del mundo.
En nuestro país, el impacto de la corrupción ha adoptado formas y magnitudes desproporcionadas, al punto que no concebimos un ejercicio eficiente del servicio público (o privado), si no esta impulsado por la inercia de la corrupción. Pareciera que cualquier actividad que realiza la “clase política” frente, con o entre la ciudadanía, no es posible en ausencia de la corrupción. Para quienes se desenvuelven dentro de la  denostada “clase política”, la corrupción es su motivo y muchas veces su muy anhelado destino.
Los expertos en esta materia quienes estudian con profundidad el fenómeno de la corrupción, consideran que el efecto de esta se da de manera portentosa. De acuerdo con el grupo de expertos del Observatorio Económico de México, que presentó el Semáforo Económico Nacional 2014, la corrupción le ha costado al país 341 mil millones de pesos (US$22.848M) al año, a precios actuales. Esto equivale alrededor del 15% de toda la inversión pública de 2014 (www.mexicocomovamos.mx). Tomando como correcto el cálculo se concluye que el PIB sería 2% mayor si bajara la corrupción.
Por otro lado y de manera complementaria, recientemente una encuesta realizada por el periódico Reforma reveló que 6 de cada 10 mexicanos opinan que la corrupción creció de forma escandalosa en los últimos 24 meses. En la medición, la corrupción se ubicó como el principal problema del país, con 36%, por encima de la inseguridad (28%), el desempleo (13%), la violencia (12%) y otros (8%). La mayoría de los mexicanos considera que la causa fundamental de la corrupción es cultural, con 39%, y a este motivo le sigue de cerca la falta de aplicación de la ley, con 34%. Incluso se reconocen como causas la necesidad económica de quienes cometen actos corruptos (12%).
La instancia percibida como más corrupta fueron los partidos políticos, que recibieron una calificación de 9 en una escala del cero al 10. A estos le siguieron los altos funcionarios públicos y el sistema de justicia, con 8.8 cada uno. El resto de la tabla la ocuparon el gobierno federal y los gobiernos estatales (8.7), los legisladores y los gobiernos locales y delegacionales (8.5), los sindicatos (8.2), los burócratas (8.1), los trabajadores petroleros (8). Todos estos pertenecientes a la “clase política”. El resto de la ciudadanía obtuvieron una apreciación de menor corrupción: la iniciativa privada (7.6), los maestros (7.3) y la Iglesia (6.7).
La encuesta remata con dos interesantes datos: casi 7 de cada 10 personas dicen conocer a “alguien” que es corrupto. Y el 73% de los mexicanos considera que todos o la mayoría de los gobernantes de nuestro País son corruptos, pero sólo el 38% opina lo mismo de la ciudadanía en general (http://gruporeforma-blogs.com/encuestas/?p=5361).
Más allá de los efectos cuantitativos que la corrupción provoca a nuestra sociedad, están los cualitativos, los cuales percibimos y atestiguamos en cualquier momento y en todos los niveles de nuestra sociedad y, para lo cual no necesitamos ser economistas. Para dimensionarlos es preciso acotar que la corrupción ocurre siempre entre dos o más partes, en beneficio primordial de sus intereses privados, aun cuando estos intereses sean entre sí distintos. Es un fenómeno bilateral, de beneficio unilateral. Por ejemplo, cuando un funcionario pide “mochada” para realizar un trámite, existen al menos dos claros beneficiarios: por un lado, el funcionario que, al hacerlo ve favorecido su peculio personal; y por el otro, quien da el unto obtiene una prebenda o un beneficio que, en otras condiciones, no recibiría en el mismo tiempo, o en la misma calidad o en la misma cantidad.
En consecuencia podríamos decir que la corrupción daña y contribuye: perjudica a nuestro país a nivel económico restando oportunidades de crecimiento a nivel macro, lo que afecta a la microeconomía; pero también favorece el logro de beneficios individuales que, de no presentarse esta, los involucrados en actos de  corrupción no conseguirían de igual manera, o de plano, no lo conseguirían nunca (privilegios, posiciones de trabajo, riqueza económica, propiedades, satisfactores materiales menores y un larguísimo etcétera).
Esta relación perversa entre contras y pros, es lo que ha hecho que la corrupción como forma de vida, trasmine hasta el último de los rincones de la actuación pública, en aras del beneficio individual de algunos de los ciudadanos. La corrupción está generalizada, es omnipotente y apabullante.
Pero al mismo tiempo, la cotidianeidad del ejercicio corrupto, opera como un freno que como sociedad nos limita a poderle eliminar de manera radical.
Lo que es un hecho, es que nos hemos acostumbrado a la corrupción y esta ha provocado hábitos y comportamientos que alimentan el círculo vicioso (y perverso). La corrupción parece invencible y ha provocado usos y costumbres en las instituciones y las personas.
En suma, la corrupción forma parte de la normalidad de la relación entre la ciudadanía y los actores de gobierno.

martes, 3 de marzo de 2015

La Tercera Premisa: Los reductos de la participación ciudadana




Sin duda, al comparar el tamaño de la ciudadanía “civil”, con el del cuerpo de la administración pública y, muy específicamente, de ese sector privilegiado y repudiado al que reconocemos como “la clase política”, queda claro que la ventaja de estos últimos es el control del presupuesto público.

Pero con la misma lógica, al identificar el origen último que les da potestad sobre las decisiones en materia de gobierno y el correspondiente ejercicio presupuestal, somos los propios Ciudadanos quienes tenemos, al menos en la teoría, el verdadero control.

La cuestión entonces, en este punto es: ¿por qué la ciudadanía no logra (o no desea) tomar dicho control y ejercerlo? ¿en que momento y bajo que condiciones se pervirtió esta relación, haciendo a la ciudadanía víctima, cuando deberíamos ser los beneficiarios absolutos? ¿cuáles son los mecanismos ocultos o visibles que perpetúan esta anómala y muy “normal” situación?

He aquí algunas reflexiones que son la esencia de esta “Tercera Premisa”.

Como dice la “Segunda Premisa”, uno de los elementos que favorece esta perniciosa situación radica en el hecho de que paradójicamente la ciudadanía esperamos (cándida o pasivamente) que una repudiada clase política sea quien nos devuelva a la normalidad. ¿Con que capacidades? ¿a partir de que incentivos? Evidentemente suena romántico o más bien inocente, esperar que esta “clase política” nos devuelva la legitimidad ciudadana.

Por principio, existe la creencia (en la práctica así es) de que el único reducto de transformación social ocurre en el seno de los partidos políticos (con cargo al contribuyente, por supuesto): “Juntos [a los ciudadanos], nadie nos para” (PRI). “Me queda claro que con estos no avanzamos…cada vez estamos peor; los que tienen el poder de cambiarlo, no lo hacen. Cambiemos el rumbo con buenas ideas… claro que podemos ¿a poco no?” (PAN). “Pasan los años y la historia se repite, lo que se repite son los errores… En cambio hay cosas que no solo se repiten, siguen siendo lo mismo… Solidez y soluciones; por las causas de la gente” (PRD). “Tenemos que hacer conciencia que de la desigualdad en nuestro país, todos somos responsables. Si cambias Tú cambia México…” (PHumanista). “Unidad Nacional: ¡todo el poder al pueblo! ¡Seguridad y justicia para la salvación de México! (PT). “…Estoy optimista, ahora hay un despertar ciudadano y es de sabios cambiar de opinión; vamos a volver a tener en nuestras manos el destino de nuestras familias y el destino de México… La honradez es nuestra bandera, no permitiremos la corrupción…” (Morena). “¡ALGO YA NOS PASÓ COMO SOCIEDAD! - Pero es nuestra responsabilidad tomar decisiones y hacer lo correcto…” (PES). “La historia demuestra que podemos cambiar nuestro destino… ¡Bienvenido el voto libre! …”(PNA).

Más grave aun, incluso las iniciativas “independientes”, por legítimas que sean en su origen, pasan a ser propiedad de la “clase política” y/o a depender del presupuesto público. Y cuando logran mantener su soberanía, como parte de las Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC´s antes ONG´s), experimentan avances cuyo costo no se justifica a cambio de la velocidad de los cambios o la relevancia de los mismos. Baste como ejemplo el caso de dos OSC´s, indudablemente muy respetables –Alto al Secuestro y S.O.S.– las cuales han tenido que experimentar un auténtico infierno frente a las autoridades de los tres poderes y su afamada “clase social”, para obtener pequeños logros que representan un enorme avance, pero a un elevado costo de energía, desgaste y sufrimiento de parte de sus impulsores y sus integrantes.

De todo lo anterior se desprende la tradición de que el destino de la participación ciudadana, tiene un derrotero reducido a solo dos opciones: formar parte del patrimonio de los partidos políticos o conformarse con avances minúsculos a un precio altísimo.

En consecuencia, es claro el porqué en nuestro país existe un reiterado y frecuente surgimiento de partidos políticos; cada lustro vemos aparecer en el escenario de la administración pública a partidos políticos que reciclan personajes de la “clase política”, tratando de canalizar así la necesidad de participación de la ciudadanía.

Como lo hacen notar la “Primeras y Segunda premisas”, el ejercicio en el poder de ninguno de estos partidos políticos ha conseguido satisfacer las necesidades y expectativas de los Ciudadanos, quienes esperamos que la “clase política” genere las soluciones que se necesitan, con lo que se ha creado un vicioso círculo que parece no tener fin.

En conclusión y esta es el espíritu de la “Tercera Premisa” del proyecto Ciudadano que hay que impulsar: no podemos (ni tampoco lo pretendemos) promover iniciativas cuyo horizonte apunte a la creación de “nuevas opciones políticas” o traducirlas a OCC´s, pues esto implica recrear las primeras dos premisas o, en el segundo caso, atravesar un camino sinuoso, lleno de obstáculos que enfrente a los intereses más oscuros.

La transformación no puede ni debe delegarse a las instituciones, sino a los propios Ciudadanos, en primera y segunda, pero nunca en tercera persona


La transformación solo puede provenir de mí y de ti y, en el mejor caso, de nosotros: los Ciudadanos.

domingo, 1 de marzo de 2015

La Segunda Premisa: la paradoja de la ciudadanía




En congruencia con la primera premisa (el fracaso de los gobiernos), los ciudadanos vivimos en una era donde la frustración, el hastío y la decepción son “pan de cada día”. No hay semana ni mes en que las trapacerías de algún notable personaje de algún aparato gubernamental, no nos receten una nueva desilusión. Cuando no es un escándalo de propiedades, lo es de negocios ilícitos, de tráfico de influencias, de malversación de fondos, de desviación de recursos…

Entre la vida pública y los episodios personales de los personajes de la semana, confirmamos que el ejercicio del poder a cualquier nivel se ha trocado en un negocio de lucro y beneficio personal. Desde la conformación de partidos, la elección de figuras públicas a posiciones de elección popular, las negociaciones para ganar privilegios, hasta verdaderos crímenes con orquestamiento, o cuando menos acompañamiento de funcionarios, congresistas y/o juzgadores. Detrás de la mayor parte de los crímenes y delitos, tarde o temprano aparece un miembro de la administración pública, de mayor o menor nivel, pero eso si, siempre bajo el manto protector de un fuero constitucional o una posición de inmunidad, que de una u otra manera les brinda impunidad y apoyo.

En México, el volumen de la población que labora a cualquier nivel en la administración pública, está por arriba del medio millón de personas. En este segmento de “actividad económica” se gestionan abundantes presupuestos de los que se dan cuentas a medias (especialmente en el nivel estatal y municipal), en medio de una parcial opacidad y erogando pagos de manera discrecional y, muchas veces abusiva.

Maestros que no enseñan y atentan contra los derechos de los ciudadanos, ni imparten lecciones de civismo ejemplar a nuestros hijos. Cuerpos policiacos de los cuales debemos cuidarnos, pagando servicios de seguridad privados (algunos de estos coludidos con los mismos “protectores de la sociedad”). Jueces que no imparten justicia o inclinan sus decisiones en contra de los intereses de la ciudadanía (no sabemos con exactitud a cambio de qué o de cuánto). Ministerios públicos que no investigan o integran investigaciones de manera amañada o inefectiva. Legisladores que no nos representan y si en cambio, negocian con los miembros de diferentes “factores de poder” (iglesia, empresariado, medios de comunicación, sindicatos y un largo etcétera). Funcionarios públicos de mediano y alto nivel, quienes bordan historias de escándalo con sus vergonzosas vidas personales, siempre a cuenta del erario y el contribuyente cautivo. Autoridades estatales y municipales que cuando no son cómplices del hampa, son sus socios mismos, cediendo el control de las decisiones en materia de seguridad y ejercicio presupuestal de obra pública.

A lo más, la clase gobernante y el resto de la administración pública (en la que sobresalen por su corrupción buena cantidad de inspectores, empleados de “ventanilla” y algunos más que hacen su luchita), llegará en su totalidad alrededor de medio millón de “trabajadores”. A este sector de la población económicamente activa (P.E.A.) y muy puntualmente a los niveles de mando, es a quienes hemos encargado las decisiones y acciones que materializan nuestros derechos fundamentales. Este numerosísimo cuerpo de “servidores públicos”, sin embargo, al lado de la población total de nuestro país (más de 113 millones de habitantes en 2014 [INEGI]), son una raquítica minoría en comparación de los quienes somos los supuestos “beneficiarios” de esa clase quien integra la administración pública (de entre quienes son pocos, pero muy honrosos, los casos que de esta condición se libran).

De esta capa de la sociedad emana la tan renombrada “clase política”, motivo de la vergüenza de nuestra sociedad, protagonista de las muchas y muy penosas historias que llenan las planas de los periódicos de todos los días y que para la opinión pública (amén de la opinión publicada) y la ciudadanía, son motivo de vergüenza y desprecio.

Esa deplorable “clase política” es, increíblemente, a quien le hemos endilgado la solución de muchos de nuestros problemas y de quien esperamos el cambio que proyecte a nuestro país a grandes niveles, tanto en lo local como en lo internacional.

Esperamos mucho de quienes no parecen poder nada o, apenas muy poco, como dice la primera premisa, por ineptitud, por deshonestidad corrupta, o por lo minúsculo de los beneficios que aporta.

Esperamos todo de aquellos que han mostrado que no han logrado aportar nada. A ellos les reclamamos y exigimos transparencia, solución, rectificación y la solución de tanta corrupción.

Día con día reclamamos que aquellos a quienes repudiamos, sean los mismos que nos aporten las soluciones; a quienes reprobamos por su corrupción o incapacidad, les exigimos que eliminen la corrupción y actúen como si tuvieran aptitud para el buen gobierno.

Una entera contradicción. Una incongruente exigencia que, a coro, planteamos los Ciudadanos.

Esa, penosamente, es la paradoja de la ciudadanía.