domingo, 8 de marzo de 2015

La Cuarta Premisa: la corrupción como el estado de normalidad



Uno de los aspectos que hacen más patente el fracaso de la “clase política” (La Primera Premisa) es sin duda, lo concerniente al manejo corrupto del poder que, de manera bastante común, les caracteriza. La sabiduría popular sitúa a la corrupción como una de las formas a través de las cuales los miembros de esta elite pueden crecer y consolidarse: “el que no transa no avanza”. Incluso, en la búsqueda de la redención incongruente que sostiene la “Segunda Premisa”, se acepta explícitamente la existencia de la corrupción, siempre y cuando esta se pueda conjugar con el cumplimiento del deber público: “Lo penoso no es robar, sino que te cachen” . Como dijo no hace mucho el Alcalde de San Blas, Nayarit a sus votantes: “Si he robado, pero namas (sic) poquito… con una mano robaba y con la otra se los entregaba a los pobres…” En tales condiciones la corrupción parece aceptable, normal, muestra de una inteligencia superior y hasta en cierto grado sana.
Para entender a la corrupción en sus justas dimensiones es preciso partir de una definición útil. El Banco Mundial ha propuesto una enunciación simple pero práctica, que pueda ser fácilmente utilizada y comprendida en cualquier parte del planeta: “Es el abuso del poder en la esfera pública, para el beneficio en lo privado”. Una sencilla definición que abarca bien y de forma clara lo que es esta tan frecuente práctica, tanto en México, como en el resto del mundo.
En nuestro país, el impacto de la corrupción ha adoptado formas y magnitudes desproporcionadas, al punto que no concebimos un ejercicio eficiente del servicio público (o privado), si no esta impulsado por la inercia de la corrupción. Pareciera que cualquier actividad que realiza la “clase política” frente, con o entre la ciudadanía, no es posible en ausencia de la corrupción. Para quienes se desenvuelven dentro de la  denostada “clase política”, la corrupción es su motivo y muchas veces su muy anhelado destino.
Los expertos en esta materia quienes estudian con profundidad el fenómeno de la corrupción, consideran que el efecto de esta se da de manera portentosa. De acuerdo con el grupo de expertos del Observatorio Económico de México, que presentó el Semáforo Económico Nacional 2014, la corrupción le ha costado al país 341 mil millones de pesos (US$22.848M) al año, a precios actuales. Esto equivale alrededor del 15% de toda la inversión pública de 2014 (www.mexicocomovamos.mx). Tomando como correcto el cálculo se concluye que el PIB sería 2% mayor si bajara la corrupción.
Por otro lado y de manera complementaria, recientemente una encuesta realizada por el periódico Reforma reveló que 6 de cada 10 mexicanos opinan que la corrupción creció de forma escandalosa en los últimos 24 meses. En la medición, la corrupción se ubicó como el principal problema del país, con 36%, por encima de la inseguridad (28%), el desempleo (13%), la violencia (12%) y otros (8%). La mayoría de los mexicanos considera que la causa fundamental de la corrupción es cultural, con 39%, y a este motivo le sigue de cerca la falta de aplicación de la ley, con 34%. Incluso se reconocen como causas la necesidad económica de quienes cometen actos corruptos (12%).
La instancia percibida como más corrupta fueron los partidos políticos, que recibieron una calificación de 9 en una escala del cero al 10. A estos le siguieron los altos funcionarios públicos y el sistema de justicia, con 8.8 cada uno. El resto de la tabla la ocuparon el gobierno federal y los gobiernos estatales (8.7), los legisladores y los gobiernos locales y delegacionales (8.5), los sindicatos (8.2), los burócratas (8.1), los trabajadores petroleros (8). Todos estos pertenecientes a la “clase política”. El resto de la ciudadanía obtuvieron una apreciación de menor corrupción: la iniciativa privada (7.6), los maestros (7.3) y la Iglesia (6.7).
La encuesta remata con dos interesantes datos: casi 7 de cada 10 personas dicen conocer a “alguien” que es corrupto. Y el 73% de los mexicanos considera que todos o la mayoría de los gobernantes de nuestro País son corruptos, pero sólo el 38% opina lo mismo de la ciudadanía en general (http://gruporeforma-blogs.com/encuestas/?p=5361).
Más allá de los efectos cuantitativos que la corrupción provoca a nuestra sociedad, están los cualitativos, los cuales percibimos y atestiguamos en cualquier momento y en todos los niveles de nuestra sociedad y, para lo cual no necesitamos ser economistas. Para dimensionarlos es preciso acotar que la corrupción ocurre siempre entre dos o más partes, en beneficio primordial de sus intereses privados, aun cuando estos intereses sean entre sí distintos. Es un fenómeno bilateral, de beneficio unilateral. Por ejemplo, cuando un funcionario pide “mochada” para realizar un trámite, existen al menos dos claros beneficiarios: por un lado, el funcionario que, al hacerlo ve favorecido su peculio personal; y por el otro, quien da el unto obtiene una prebenda o un beneficio que, en otras condiciones, no recibiría en el mismo tiempo, o en la misma calidad o en la misma cantidad.
En consecuencia podríamos decir que la corrupción daña y contribuye: perjudica a nuestro país a nivel económico restando oportunidades de crecimiento a nivel macro, lo que afecta a la microeconomía; pero también favorece el logro de beneficios individuales que, de no presentarse esta, los involucrados en actos de  corrupción no conseguirían de igual manera, o de plano, no lo conseguirían nunca (privilegios, posiciones de trabajo, riqueza económica, propiedades, satisfactores materiales menores y un larguísimo etcétera).
Esta relación perversa entre contras y pros, es lo que ha hecho que la corrupción como forma de vida, trasmine hasta el último de los rincones de la actuación pública, en aras del beneficio individual de algunos de los ciudadanos. La corrupción está generalizada, es omnipotente y apabullante.
Pero al mismo tiempo, la cotidianeidad del ejercicio corrupto, opera como un freno que como sociedad nos limita a poderle eliminar de manera radical.
Lo que es un hecho, es que nos hemos acostumbrado a la corrupción y esta ha provocado hábitos y comportamientos que alimentan el círculo vicioso (y perverso). La corrupción parece invencible y ha provocado usos y costumbres en las instituciones y las personas.
En suma, la corrupción forma parte de la normalidad de la relación entre la ciudadanía y los actores de gobierno.

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